Respira hondo.

Ismael es el protagonista de otro de los relatos de «Nosotros, criaturas abisales«. A sus dieciséis años, Ismael vive perdido en una enorme casa con un padre que siempre está ausente por trabajo y una madre que, desafortunadamente, falleció. La nostalgia, la soledad, el aislamiento, Basilia (su cuidadora) y las ganas de que llegue el domingo es lo único que le rodea durante la semana. Los domingos son su salvación; los domingos vuelve a ver a su padre. Sin embargo, es curioso ver como un domingo puede llegar a convertirse, de repente, en el peor día de tu vida.

Ahí tenéis un pequeño adelanto del relato que, en su totalidad, podréis leer en octubre junto a todos los demas:

«El domingo es el único día que me sabe a hierba. El resto de la semana tiene ese toque desértico que hace que camine a cámara lenta por las dunas de la casa donde vivo con mi padre. Los pasillos, por ejemplo, son tan anchos y largos que en vez de cruzarlos da la impresión de que hay que nadarlos a contracorriente. Los cincos baños de la planta de arriba están revestidos con unos azulejos grises que, al mirar directo al espejo, es imposible no verte del mismo color que ellos. La enorme cocina se convierte en ese territorio donde las patatas nunca se mezclan con las cebollas, ni tampoco con los pimientos, ni siquiera con los ajos porque, en su inmensidad, viven en cajones a metros de distancia. La piscina, transparente y siempre a la misma temperatura, tiene una enorme roca en medio donde puedes subir a tomar el sol y meterte en tu caparazón hasta sentir que te conviertes en tortuga. Todo, absolutamente todo, lo ha hecho mi padre. Hace aproximadamente treinta años que diseña y construye edificios, olvidando por completo construirse a sí mismo como persona. Apenas lo veo. Apenas lo conozco. Lo único que sé es que le gusta viajar por medio mundo para recoger ideas, negociar contratos o, simplemente, para evitar sus obligaciones como padre».

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