El silencio de los maizales

“El silencio de los maizales” es otro de los relatos que estará dentro de «Nosotros, criaturas abisales«. En él os cuento la historia de Joanne y Dean, una joven pareja de recién casados que viven en un pueblo del interior de Norteamérica. Ambos son felices rodeados de maizales y del sonido de las canciones que Dean entona con su saxofón en el porche de su pequeña granja. Todo parece ir bien hasta que, una tarde en la que Dean queda para ensayar con su grupo de música, Joanne tiene un mal presentimiento. A partir de ahí sus vidas darán un giro inesperado.

A continuación podéis leer la carta que Dean relee muchos años después una y otra vez recordando los tiempos felices que vivió con Joanne:

«Querido Dean,

La vida sin ti sigue transcurriendo a cámara lenta. Es curioso, pero a veces creo escuchar tus pasos en el porche. Por un momento se me acelera el corazón y dejo lo que estoy haciendo creyendo que vuelves por donde nunca te deberías de haber ido, pero enseguida caigo en la cuenta de que es Mary Ann jugando a rebotar la pelota contra la pared lo que suena, y no tus pasos.

Este año el huerto apenas ha dado frutos. Eras tú el que te ocupabas de él y, aunque el abuelo se ha hecho cargo, no ha podido conseguir más que un par de kilos de tomates y otros tantos de brócoli. Además, saben raro. Todo tiene un leve regusto amargo desde que no estás. Lo digo yo y lo dicen todos.

De vez en cuando voy al local de Randy para ver tocar al grupo. Me siento detrás, donde nadie puede verme, e imagino que estás en el escenario como cualquier domingo. Ahora hay un tipo barbudo y medio calvo que, antes de que actúe el grupo, recita sus poemas. Se sienta en un taburete con una cerveza a los pies, saca unas mugrientas hojas y empieza a leer sonetos sobre desamor y desesperanza. A mí me pone muy triste. Es como si, en vez de leer, aullara a la luna. Nada más terminar, los chicos salen al escenario y hacen todo lo que pueden. Suenan bien, las montan gordas y se nota que no han perdido la esencia, pero sí han perdido su alma, Dean, y ése alma eras tú.

El abuelo saca brillo a tu saxo todas las noches. Coge la gamuza amarilla, el abrillantador y se tira, por lo menos, veinte minutos limpiando minuciosamente lo que más querías en el mundo. Estoy segura de que le susurra cosas porque a veces lo oigo, pero él disimula, ya sabes cómo es…

Aquí todo el mundo cree que eres inocente. No se habla de otra cosa; de lo injusto que fue todo, de la mala suerte que tuviste. Yo asiento pero no digo nada. Me quedé sin nada que decir el día que vinieron a por ti y te llevaron en aquel coche de policía muy lejos de aquí.

Por la noche refresca un poco y me gusta salir al porche para mecerme en el balancín mientras oigo el silencio de las cosechadoras y los tractores. Rocky se acerca cabizbajo, salta a mi regazo y apoya su patas en mis rodillas; él también te echa de menos. Así nos quedamos durante un buen rato. A veces siento que soy como el huerto, o como tu grupo, o como Rocky… Nos hemos quedados incompletos, Dean. Funcionamos y actuamos, pero no somos los mismos.

No sé cuánto tiempo queda para volver a verte, ni siquiera estoy segura si llegarás a leer esta carta alguna vez, pero sólo quiero que sepas que mientras siga sonando música, tú seguirás sonando dentro de mí. Te prometo, Dean, que nunca te vas a convertir en eco. Por el contrario, siempre vas a seguir siendo música.

Te quiere,      

Joanne.»

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